Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca y, con él, su discurso de «América Primero». Se presenta como el gran defensor de la clase trabajadora estadounidense, prometiendo recuperar las industrias perdidas y castigar la deslocalización con aranceles. Sin embargo, su nueva política fiscal, consolidada en la pomposamente llamada Big Beautiful Bill, revela que los verdaderos beneficiarios de sus decisiones son, de nuevo, los más ricos y las grandes empresas. Un juego de manos que ya le valió la presidencia en 2016.
Un juego de números que no benefician al obrero
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Aunque Trump se fotografía con mineros y trabajadores del metal, su política fiscal cuenta una historia diferente. La nueva ley presupuestaria, aprobada por el Congreso, extiende las rebajas de impuestos de 2017 que favorecen a las rentas más altas y a las corporaciones. Los cálculos del Yale Budget Law son contundentes: mientras que el 20% más pobre de los contribuyentes perderá $560 dólares per cápita, el 20% más rico ganará $6,055 dólares.
Para financiar estas rebajas, la ley recorta drásticamente $1.1 billones de dólares en programas sociales, afectando a la asistencia sanitaria para familias de bajos ingresos y a los alimentos del Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria. Una jugada que no solo golpea a los más vulnerables, sino que también engrosará la deuda pública en $3.3 billones de dólares en la próxima década.
El resultado: una promesa que no se cumple
El discurso patriótico y proteccionista de Trump, aunque le ha asegurado la presidencia, contrasta con los datos económicos. La realidad de sus políticas es que profundizan la brecha de desigualdad, mientras que la clase trabajadora que dice defender es la que, al final, asume las consecuencias. El gran truco del presidente es hacer creer que la defensa del empleo local y las rebajas fiscales a los ricos son parte de una misma estrategia, cuando en realidad son dos caras de la misma moneda, una moneda que siempre termina en el mismo bolsillo.


